20 noviembre, 2012

El Pan de los Muertos


Quiero contarles mi pequeña experiencia vendiendo pan de muerto y las sonrisas que esto me trajo. Cuando comencé con mis clases de cocina, cuando soñaba con entrar en este mágico mundo, y mucho menos cuando se me ocurrió empezar a vender pan de muerto, jamás imaginé que me traería tal felicidad y tanto trabajo.
Todo comenzó un día que dije ¿como puedo empezar a practicar mis recetas? ¿Cómo haré que la gente pruebe mi comida? ¿Qué parte de la cocina me gusta más? De pronto vino a mí la fantástica idea de hacer panes de muerto para vender; así nomás, en mi casa. Es cierto que recordé cuando mi madre y mi segunda madre postiza vendían galletas y pasteles en una fabriquita repostera a la que me encantaba visitar; también recordé lo bien que me había quedado mi primer pan de muerto y las palabras de mi maestro panadero: si a ti te gusta, a la gente le va a gustar.
Fue así que con miedo y pensando que solo haría unos quince o veinte y que seguro terminaría vendiéndoselos a mi familia o comiéndomelos yo mismo, me di a la tarea de repasar mi receta y prepararme para hacer el mejor y único pan de muerto que hubiera hecho.
El siguiente paso fue ver donde iba a trabajar. Me di cuenta que en mi casa seguramente tendría a mi abuela cocinando al mismo tiempo, una pila de trastes encima de mi masa y que, además el horno es viejito y calienta muy disparejo. Entonces pensé que necesitaba otra sede y pensé en la casa de mi novia. Lo mejor fue que cuando se lo propuse se emocionó tanto como yo.
Ya con horno disponible me eché un clavado en el ático de mi casa, o bueno, el cuarto de servicio y las cajas donde mi madre guardó las cosas de aquella galletería suya para ver con cuantas charolas contaba y ese tipo de cosas. Afortunadamente todavía encontré cinco de esas viejas charolas que aunque oxidadas, fueron rescatadas del olvido con unas pocas pasadas de lija.
Entonces decidí lanzarme a comprar unos pocos ingredientes a la tienda de materias primas de portales. Pensé que con cinco kilos de harina, dos de mantequilla y unos pocos extras más lograría mi planeada venta de quince o veinte panes. Pues ahí voy de regreso a mi “prestada” cocina con todas las cosas.

La primera masa que hice fue pequeña. Quería probar el sabor, el horno, la cantidad de panes que me saldrían, el tiempo que me tomaba hacerlos, etcétera. Pues que sorpresa que fueron un asco. Por más que reposó tres horas la masa no subió así que quedaron apelmazados, pesados y espantosos. Y solo salieron dos. ¡¡¡Que desastre!!! ¿Como podría lograr hacer 20 si solo horneaba de a dos en dos? Sin mencionar que estaban crudos en el centro. La verdad fue un momento de tristeza y estuve a punto de dejarlo todo. Afortunadamente mi novia que es a toda madre me dijo que hiciera una prueba más, que la dejara reposar toda la noche a ver si subía y que si eso no funcionaba entonces sí, que ya lo olvidara.
A la mañana siguiente oh! ¡Sorpresa! La masa estaba al triple de su tamaño. Feliz me puse a hornear y para mi fortuna quedaron deliciosos. Fue en ese momento, sentado en el sillón con un vaso de leche y saboreando los primeros panes, esponjosos, bien humectados, con un intenso sabor a mantequilla y huevo que pensé: esto estaría de lujo con un poco de nata. ¡Bingo! Vendería unos con nata y a ver que tal.



La locura llegó cuando comencé a decir en el trabajo que haría pan para vender, y más aún con nata. Todo mundo empezó a encargarme de a dos y cuatro; tres con nata y dos normales decían unos; dos y dos, decían otros. La verdad me empezó a entrar el nervio. ¿Como haría tantos al día? Total, cuando me dí cuenta que tendría que hacer muchísimos pensé que mi máximo serían doce tantos, por tiempo, espacio, charolas y demás. Y así lo hice.
Pues en pocas palabras, cuando llevé los primeros 50 panes a las 8:30 de la mañana resultó que en media hora ya no tenía. Fue un momento genial en dondé pensé que quizá valdría la pena el esfuerzo. Y así fue que terminé haciendo 60 panes diarios por una semana vendiendo todos antes de ñas diez de la mañana. La verdad lo mejor de todo fue escuchar a la gente que llegaba diez o me mandaba mensajes diciendo ¿aún alcanzo un pan? Debe ser algo similar que la alegría que siente un actor al ver las entradas agotadas. O también cuando la gente decía que estaban muy caros para ser un pancito con nata y llegaban al día siguiente por tres más.  Fantástico.
Al final aprendí que es importantísimo dominar mi horno y usarlo cada vez que pueda porque es como un coche, hay que saber sus trucos y mañas. Que el pan es un alimento que además de alimentar y satisfacer fácilmente, llega a los corazones de las personas con mucha mayor facilidad de la que pensé, incluyendo el del cocinero que lo hace. Sobre todo del cocinero que lo amasa. 

13 noviembre, 2012

La Fonda

Nunca se han preguntado ¿desde cuando existe este característico local culinario más que arraigado en la cultura mexicana?, ¿Porque es tan reconfortante comer en una fonda?, ¿Cual es el trasfondo de estos oasis de comida "casera"? Pues en estos días me he dado a la tarea de desentrañar estos secretos y éstas son las conclusiones a las que llegué. 
La figura de la fonda, resulta, ha existido desde que el mexicano es mexicano, osea desde siempre. Claro que no siempre en la forma que ahora la conocemos de un lugar generalmente chiquito y apretado, donde ofrecen un menú que siempre incluye sopa de fideos o consomé, arroz o espagueti y el guisado a elegir, cerrando con un postrecito sencillo, casi casi nomas por la buena onda de la doña encargada de la comida, sin olvidar el agua de fruta con mucha azúcar, mucha agua y poca fruta. Pues  no.
En realidad el concepto de fonda, que en un principio era generalmente informal, ha existido desde antes de la colonia. Existe registro en las fuentes que reportan que a la llegada de los gachupines, en las ciudades prehispánicas había personas que ya vendían comida preparada, básicamente productos del maíz nixtamalizado. Una especie de fast-food para los que, ya desde entonces vivían a la carrera y sin tiempo para la cocina, y que les resultaba provechoso echarse un tamalito o un tlacoyito de pasada.

Ya en tiempos virreinales se sabe de este mismo tipo de establecimientos, generalmente cercano a los mercados o centros de abastecimiento de las ciudades, en donde lo normal era encontrar a una señora en un puesto hecho de palos, un techo de tela tensada, una mesa de madera sencilla y unos pocos bancos (nada lejos de lo que aun existe en cada esquina de esta ciudad) que ofreciera al transeúnte hambriento y muchas veces con pocos pesos, unos tacos, unas gorditas, sopes, guisados de un solo plato, entre otras delicias. No se, yo me imagino algo un poco mas parecido a las cocinas que se instalan en las ferias y que ofrecen todo un servicio de restaurante pero solo durante ciertos días  luego se desmantela el puesto y desaparece. Algo así debió ser.

Poco a poco las fondas fueron transformándose, adaptándose y evolucionando a las necesidades de los mexicanos. Así, un día llegaron los cafés al estilo parisino con sus platillos elaborados de nombres complicados, que no quedaba más que adaptarlos y ofrecer una versión barata y sencilla; o surgió la famosa fast-food norteamericana con la que también debieron competir.

Lo que a mi me parece es que la fonda no es un lugar donde se ofrezca un tipo de comida especifico, ni un lugar inflexible que se preocupe por el concepto o el estilo de comida. O quizá si, pero justo la idea detrás de la fonda es la comida económica pero bien preparada y completa, a diferencia de la comida de la calle. Es este principio el que, me parece, ha guiado a las fondas en su historia por la vida gastronómica cotidiana de la ciudad, mismo que seguirá siendo el centro y que seguramente hará que estos lugares se vayan adaptando a las necesidades de los mexicanos.

Lo que es un hecho es que siempre sera reconfortante un plato de ese delicioso arroz rojo de fonda, esponjado y de textura perfecta que solo una señora que hace una cazuela de 2 kilos de arroz diarios puede lograr. Eso y las pechugas de pollo empanizadas, bien delgaditas que siempre pido.




Nota: fotos tomadas del no. 36 de Artes de México.

10 noviembre, 2012

Crónicas panaderas: Pan campesino de a de veras

La semana antepasada me propuse finalmente responder a una pregunta que había estado acechándome casi desde que empecé a hacer pan: ¿Es posible hacer pan, de hogaza, en un campamento, en una fogata o un asador? Es decir, ¿sin horno?
Fui a pasar el fin de semana a nuestra casa a medio construir en el bosque, muy cerca de las faldas del Popo, con mi novia Guadalupe y mi tío Juan, así que decidí preparar el experimento.
Antes de irme preparé la masa, la fermenté y la formé y me llevé la hogaza ya formada envuelta en un trapo y en un bowl de plástico para que conserve la forma redonda. Hacemos más o menos dos horas de camino, tiempo perfecto para que infle el pan de masa madre. Me llevé un par de utensilios de cocina que también utilizo aquí en mi horno: una losa de cantera y un jarrón de barro cortado a la mitad para tapar el pan.
Al llegar comencé a preparar la fogata en un anafre pequeño, y puse la losa y la tapa de barro para que se calentaran. Y una vez calientes, puse el pan debajo de la tapa de barro y le eché la bendición, como quien dice.

El problema fue mantener el calor más o menos estable, a buena temperatura, a ojo de buen cubero por supuesto porque no tenía manera de medirla, y procurar que le llegara calor al pan parejo por todos lados y sobretodo por arriba. Fui moviendo las brazas y poniendo más leña lo mejor que pude durante todo el proceso, poco más de media hora.
Pero no pude lograr que fuera perfectamente parejo, recibió demasiado calor por debajo de la piedra, más de un lado que de otro y muy poco por arriba, lo que traté de remediar después poniendo el pan un minuto de cabeza. Con todo y todo fue un pan bastante rico y se cocinó bien por dentro, sólo hacía falta quitarle las partes demasiado quemadas, pero diría que el experimento fue un éxito, claro, susceptible de amplias mejorías en los próximos intentos.
 Nos lo comimos con rebanadas de un queso Comté delicioso que me trajeron de París y todavía quedó un poco para la mañana siguiente que me comí con papas con rajas y crema.


05 noviembre, 2012

Íntimas suculencias


Tratado filosófico de cocina. 
De Laura Esquivel, 1998.



Pues después de unos días alejado del blog quiero contarles sobre un pequeño libro que llegó a mis manos de manera casi fortuita y que de verdad me sacó una gran sonrisa y, porque no decirlo, hasta una que otra de esas happy tears que salen del corazón.

Se trata de un libro que llegó a mi recomendado por un compañero del trabajo. Yo nunca había escuchado nada sobre algún otro libro de Laura que no fuera el magnifico “Como agua para chocolate”, por lo que esto fue una completa revelación. 

Pues resulta que es un librito casi de bolsillo con ilustraciones bien alegres, lo que se agradece mucho en estos días, donde se han recopilado una serie de textos que Laura escribió en diferentes momentos y que giran alrededor del tema que más conoce y le apasiona, según veo: la cocina. Es tan corto y ligero de leer (aunque no por eso sin contenido) que me lo ejecuté en lo vuelos de ida y vuelta a Quintana Roo, así que hasta aplicaría para esos programas de lectura del Gobierno de la ciudad. 

Lo mejor de esta compilación de ponencias, fragmentos de libros y artículos, es que me parece que resultan una verdadera ventana a alma de Laura Esquivel, al menos en cuanto a la comida y su mundo; lo que muchos otros textos no logran por más que lo intenten. Yo creo que esto se debe a que varias de ellas son platicas o charlas que ella misma presentó en vivo. Y bueno, quien sabe si es una percepción mía pero fue como sentarse a tomar un café con ella para platicar de sus recuerdos y experiencias culinarias caseras. Esto hace que el lector apasionado de la cocina, como lo soy yo mismo, se identifique verdaderamente con algunos principios y/o anécdotas. Una joyita. 

Hubo momentos en donde me encontré plenamente absorbido y reflejado en las reflexiones sobre la cocina de los que habla Esquivel. Como en “En torno al fuego” donde, platicando un poco de sus primeros acercamientos a la cocina dice que “...en la cocina no hay tiempo perdido, más bien se recupera el tiempo perdido.”; o al hablar de que la “comida nos nutre el cuerpo, el alma, el espíritu y nos da identidad, lengua y patria” cuando se encuentra lejos de su país. Nos une y nos hace viajar, conocernos y conocer a los demás y al mundo. En fin, serían demasiadas citas para una sola reseña pero el libro esta plagado de estos pequeños flashazos de inspiración que estoy seguro que todo amante de la cocina apreciará, y que sin duda les sacará, si no una sonrisa, una lagrimita de felicidad como a mí. 

Sin duda nunca dejaré de agradecer a mi compañero Gabriel Vera que me haya prestado esta joya de la literatura culinaria, con la que queda más que claro que escribir sobre cocina no es siempre escribir recetas.