29 febrero, 2016

El síndrome del eterno viajero

Por Lucía Sánchez y Rubén Señor
Transcripción libre del blog algoquerecordar.com

Hay lugares que me se quedan en la memoria, pero hay otros que me han marcado con más fuerza. Esos que no se van se han vuelto parte de mí y me han hecho cambiar de manera profunda. Normalmente esto toma tiempo pero hay rincones en el mundo que debido a las experiencias que viví ahí o como me trató la gente, se vuelven parte de mí. Es curioso lo que me pasa al llegar a un lugar nuevo. Siempre, sin excepción, hay un lapso de adaptación, o en otras palabras, un periodo de descompresión en el que me adapto al ritmo local. A los pocos días me voy sintiendo de nuevo cómodo y ya no soy un completo desconocido. Veo cosas nuevas en sitios donde ya he estado, descubro rutas alternas para llegar a los mismos lugares y hasta reconozco a la gente. Es cuando uso la que considero mi mejor habilidad: la capacidad de adaptación y empiezo a sentirme como en casa.

Y es que aunque aveces siento que estoy atado irremediablemente a una ciudad, porque ahí esta mi familia o mis amigos, hay otros momentos en los que me doy cuenta que mi hogar está conmigo en cada momento, en la mochila que llevo en la espalda. Es posible que la necesidad que siento de estar en muchos sitios al mismo tiempo, esa ansiedad de siempre seguir moviéndome, es la culpable de que no tenga especial arraigo por un lugar concreto. Y es que puede que no me guste formar parte durante mucho tiempo de algo. Ese cubo de cuatro paredes en
un punto del globo en donde almacenamos las cosas que de pronto pensamos que nos atan a la vida no es más que eso, un lugar entre muchos, miles otros que no he conocido.

Lo mejor de estar lejos de todo lo que conozco es saber que a cada paso me espera algo totalmente nuevo. No tener un camino aprendido en el que me sé de memoria cada semáforo, cada tienda, cada esquina. Esa es la sensación más fabulosa de todas: saber que nada de lo que está al frente es conocido, mantener la atención al máximo en todo momento, no querer perderse nada. Esos son los verdaderos momentos únicos. Saber que es poco probable que vuelva a estar en este sitio de nuevo, al menos no pronto y por lo tanto querer saborear cada instante, guardarlo en la memoria, tomar una fotografía para, después intentar revivir algunos de esos recuerdos.  No recuerdo que pasó un día cualquier de hace un mes en la oficina, pero recuerdo con claridad esos momentos únicos, imborrables. 

Hoy de nuevo ya me quiero ir. Ya no soporto la quietud, la falta de movilidad. Aquí vivo en un estado de contradicción constante. Cuando estoy en la ciudad hago un esfuerzo enorme por desconectarme de todo, de la ciudad en sí misma. Solamente sueño con el momento de volverme a ir. Lo curioso es que cuando estoy fuera me gusta estar conectado, mostrar mis experiencias y saber lo que sucede en casa. Es así que estar en la ciudad no me gusta y me gusta a la vez. Me siento en un permanente estado de insatisfacción  que al mismo tiempo me libera. Me permite no engancharme en esa vida artificial que reina en las metrópolis pero me hace sentirme ansioso por salir corriendo. Para muchos estoy loco, soy irresponsable e imprudente. Otros se alegran y piensan que en el fondo quisieran irse conmigo, romper con su vida y empezar otra. Para mi, quedarme quieta en un mismo sitio mirando como pasa el tiempo es renunciar a todo lo que no conozco, a un mundo de experiencias, personas, conocimiento que está allá afuera esperando a que alguien lo tome.



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La fotografía es una imagen que tomé en Katmandú de un hombre vendedor de lámparas de mantequilla hace un año.

27 febrero, 2016

La llave de la felicidad

En el inicio de los tiempos, Dios se sintió solo. Después de meditarlo, decidió crear unos seres que lo acompañaran y así lo hizo. Cierto día, estos seres descubrieron una llave que les abrió el camino hacia Dios. Curiosos, lo siguieron y más pronto que tarde volvieron a unirse con Dios y así Dios se volvió a quedar solo. 

Triste, Dios reflexionó y decidió que debía crear unos seres nuevos para que lo acompañaran, pero en esta ocasión no debían encontrar la llave divina, sin embargo no sabía cual sería un buen lugar para ocultarla, lejos de la curiosidad del hombre, en los confines más recónditos del mundo. Pensando así, Dios llamó a los animales y les expuso su dilema. 

El primero en levantar la mano fue el tiburón, quien le dijo: Dios, dame la llave a mí, la llevaré al fondo del océano y ahí el hombre jamás la encontrará. Después de meditar, Dios le respondió: no te puedo dar la llave, tiburón, porque el hombre algún día llegará al fondo del océano y la encontrará. Enseguida, el águila se acercó y dijo: dame la llave a mí, Dios, y la llevaré a lo más alto de los cielos. Ahí el hombre jamás la encontrará. Después de un rato Dios le dijo: tampoco puedo dártela, águila, pues el hombre algún día podrá volar y encontrará la llave en los cielos. Enseguida, el oso se levantó y dijo: Dios, yo puedo ocultar la llave divina en la cueva más profunda de la montaña más remota, el hombre jamás llegará ahí, a lo que Dios le respondió: el hombre, llevado por su curiosidad, algún día llegará al fondo de todas las cuevas y alcanzará la punta de todas las montañas, por eso no puedo darte la llave. Ningún otro animal supo dónde ocultar la llave. 

Y así pasó el tiempo y Dios no estaba satisfecho pues el hombre tarde o temprano exploraría cada rincón del mundo y la llave divina sería descubierta. De pronto, al amanecer, se encontró con la vieja topo que era ciega y ella le dijo: Dios, yo se dónde puedes ocultar la llave divina. Hay un lugar donde el hombre no buscará y ese lugar es en su interior, déjala ahí y jamás la encontrará. De esa forma Dios lo hizo, creo al hombre y colocó la llave dentro. Y así Dios no sintió tristeza nunca más, pues el hombre lo acompañó por siempre. Desde entonces, el hombre solo encontrará la llave divina, la llave de la verdadera felicidad, en su interior. 

Leyenda india