16 diciembre, 2016

Viajar para ser libre.



Hace muchos años, cuando descubrí que en la vida existía la posibilidad de trasladarse a un lugar tan lejano como uno quiera para conocer la vida de otros como nosotros, lugares diferentes del globo y experimentar cosas nuevas, y que solo era necesario encontrar el valor para hacerlo, porque esas absurdas limitantes que nosotros mismos nos ponemos en realidad no son nada, como el dinero o el tiempo para hacerlo, mi vida cambió para siempre y la primera oportunidad que tuve me fui lo más lejos que pude durante el mayor tiempo del que disponía.


Durante mucho tiempo pensé que viajar era escapar. Una manera de huir de todo: de los problemas, de la gente, del estrés. De todo. Y en parte lo es. También funciona. Pero lo que yo creía era distinto. Creía que viajar era abandonar e ignorar, o pretenderlo, al menos. Una especie de válvula de escape y que por lo tanto se trataba de algo, desde cierto punto de vista, negativo. 

Ahora, con los años, diría mi abuela, he aprendido diferente. He encontrado que al viajar, uno no está huyendo de si mismo ni de los problemas sino todo lo contrario. Uno viaja para encontrarse consigo mismo, para escucharse, por fin. Viajar, sin importar la distancia o el tiempo, el país o la región, es un instante de paz en un mundo de locura. Pero sobre todo es un instante de claridad y realidad en una vida de ilusión. Con cada kilómetro recorrido y cada persona conocida se van abriendo en la mente y el corazón partes de nosotros mismos que probablemente ni conocíamos. Y es que ese momento es en realidad un estado de libertad real en donde nos encontramos libres de todo el peso de las cosas que dejamos en el país, ciudad o pueblo del que salimos. Nos encontramos temporalmente fuera de todo juicio, ajenos a compromisos y fechas límite. No hay prisa de nada. No somos de ningún lugar ni conocemos a nadie. Somos un poco, o quizá no tanto, ajenos a todo. Y eso, creo yo, nos da paz. Esa sensación de extrema tranquilidad en la cual somos totalmente libres de ir a donde el corazón y el destino nos mande, y en donde no sentimos remordimiento alguno sobre nuestras emociones, caprichos y decisiones, en donde encontramos la felicidad más profunda. Quizá es ahí donde nos damos cuenta, sin saberlo, que estamos viviendo en el mundo real y no en el universo paralelo que el hombre, nosotros, hemos creado. 

Viajar es, en fin, un pequeño espacio de paz, claridad y lucidez. El espacio entre dos tormentas en donde el tiempo parece que no transcurre y en donde, ojalá, nos encontramos a nosotros mismos. Y es eso lo que extraño más en estos días. 

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La primera foto es una vista típica del Camino Inca que realicé en 2014. 
La segunda imágen es el norte de Nepal, en el camino para llegar a la base del Everest. Tomada en 2014.