11 marzo, 2020

El transporte público en Vietnam o cómo dialogar con otros.



Sin duda, es cómodo viajar en una cabina con aire acondicionado, sillones reclinables, bebidas alcoholizantes a la mano y quizá una pequeña almohada en forma de U alrededor del cuello en un vuelo trasatlántico. A un nivel un poco más terrestre (¿terrenal?) se puede salir y llamar a uno de esos omnipresentes taxis que se invocan por medio de aplicaciones en el smartphone en Los Ángeles o en cualquier ciudad de Estados Unidos. Es posible también acercarse a la recepción de un hotel en Vietnam o a la pequeñísima mesa que representa el escritorio del encargado en la esquina de un medio pulgoso hostal de la frontera entre India y Nepal, y en cualquiera de esos lugares preguntar por un tour que lo lleve a uno a la isla deseada, a la montaña sagrada o a la famosa mezquita. Al punto de interés, pues. La mayoría de las veces esas cómodas opciones están a la mano de casi cualquier viajero. Tan solo a un toque de campanilla o a un click de distancia. Pero algo no cuadra en esta historia. Y es que no se viaja a lugares extraños para estar cómodo. Ni para comer lo que uno come un lunes por la noche después de trabajar. Se viaja para ampliar el alma, el corazón, el estómago, la mente, el conocimiento y todo lo que uno pueda ampliar. Yo viajo, (¿viajamos?) para acercarnos a las personas y su cultura. Viajo para ver el mundo como es en realidad y no como me lo han platicado ni como me lo imagino. 

No me malinterpreten. Creo que a nadie le molesta un poco (o un mucho) de confort. Pero ir en un auto con las ventanillas cerradas y el aire acondicionado al máximo no me va a acercar mucho a la gente de Bombay o en Saigón, ¿o si?. Por eso, firmemente creo que la mejor manera de acercarse a una ciudad o a un país, en donde realmente uno se adentre a la cultura o se viva de cerca es usando el transporte público. Ese que los locales usan para ir a trabajar todos los días. Ese mismo que yo tomaría en la Ciudad de México para ir al Centro Histórico: el metro, por ejemplo. El transporte local (público, digamos) en otros países siempre me ha fascinado. Es por eso que elegí este tema para escribir un poco y revivir el Glouton: el transporte alrededor del mundo. Y con eso me refiero a todo tipo de transporte. Desde una destartalada lancha en el Río Mekong hasta un camello en el desierto de Rajastán. 

Si se reflexiona un poco al respecto, lo que muchas veces está buscando el viajero en esos espacios de alto confort, por no decir de lujo, es, en realidad, aislamiento. La posibilidad de estar en un lugar sin que nadie, ni el más mínimo intruso, interrumpa la ansiada "tranquilidad". Soledad, podrían pensar algunos incautos. Pero más bien me hace pensar en que se trata de miedo a lo desconocido y a lo ajeno, a lo diferente. Temor a encontrarse cosas que no se quieren encontrar, que no se esperaban, cosas extrañas que dejan al visitante sin saber como responder y con un sentimiento de incomodidad. No poder comunicar al operador de un autobús local el destino al que se quiere llegar y mantener la duda de si es la ruta correcta o se terminará en un sitio equivocado son perfectos ejemplos.

Recuerdo cuando en una ocasión en Vietnam cuando tenía tiempo de sobra y para pasar el rato decidí tomar un "bici-taxi" para llegar a un templo en la cima de una pequeña montaña. Sabía que haríamos al menos una hora de ida y otra de vuelta hasta el sitio y que el rickshaw-wala probablemente no hablaría inglés, pues quien conduce un vehículo de esos suelen ser personas de muy pocos recursos. Igual salí y llamé al primero que vi cerca. Como esperaba, el hombre que conducía hablaba no más de un puñado de palabras en inglés, iba descalzo y era más delgado de lo que me parecía saludable, pero tenía una amplia sonrisa que me inspiró confianza. Después de unas pocas palabras y señas indicando la montaña en el horizonte pudimos entendernos y llegar a un precio. El equivalente a dos dólares por llevarme hasta allá y de regreso.

El hombre comenzó pedaleando entre el tráfico de aquel poblado, con el sol cerca del horizonte,  saludando a cuanto conocido se encontraba en la calle, siempre con una gran sonrisa. Noté que les hacía discretas señas hacía mí con la mirada y que la gente le correspondía con una sonrisa aún más grande. Debe ser la barba, quise pensar.

Cuando alcanzamos las afueras del pequeño pueblo y comenzamos a viajar por una polvorienta carretera, notablemente menos ruidosa que el centro del pueblo, me sorprendí cuando el hombre comenzó a intentar entablar una entrecortada conversación entre pedaleo, saludos y barreras de lenguaje. Así supe que estaba casado desde los 19, que tenía 3 hijas, que tenía 26 aunque parecía de 35 y que vivía cerca del hotel donde me recogió, según él. Me explicó, en una plática entre dilo con mímica y palabras sueltas en inglés, que no sabía escribir ni leer muy bien pero que sus hijas le estaban enseñando. Supo, sorprendido, que yo no estaba casado, que viajaba por el gusto de conocer otro país y que era de un país lejano llamado México. No supo donde estaba ese país, pero igual sonrió y dijo ¡Mesico!

Entre risas y desciframientos llegamos al pie de la montaña sobre la que estaba el templo que pretendía visitar. Cuando estuvimos en la puerta me indicó con cara de aburrimiento que me esperaría afuera en un diminuto local de venta de cigarros mientras yo paseaba por el lugar pero que después me llevaría a un sitio mejor. El templo resultó, como lo predijo el conductor, bastante simplón y breve cosa que le hice saber y que respondió con una risa que me decía, te lo dije.

No más de 15 minutos más tarde y habiendo recorrido una inclinadísima calle cuesta arriba en la bicicleta, después de insistencias suyas, llegamos a un monasterio. El sitio, uno de los principales monasterios budistas en el sur de Vietnam, supe más tarde, llegaba a albergar a más de 100 monjes y una enorme población de bonsais de todas las especies arbóreas, en macetas de todos los tamaños, en los más de 14 edificios que componían el complejo. Al salir encontré a mi nuevo guía esperándome sentado en su ciclorickshaw con una sonrisa que me decía ¿qué tal este sitio, verdad que es mejor? Sin duda lo era.

Cuando al regreso, con un atardecer espectacular al que yo tenía una vista privilegiada sentado en su carrito de madera impulsado por sus delgadas pero fuertes piernas, le dije que si en el camino podíamos encontrar ese delicioso jugo de caña que tan refrescante es y que uno puede encontrar en todo el sureste asiático, sonrió de nuevo y se orillo en el primer changarro. Su ya típica sonrisa apareció cuando se dió cuenta que había pedido dos, uno para cada quien. Pero mi sorpresa fue más grande cuando noté que dió un trago y lo guardó para más tarde agradeciendo repetidamente. Mientras tomaba mi bebida nos sentamos en una mesa de plástico y encontré el menú del sitio en vietnamita pero con fotografías de las frutas locales. Banana, le dije señalando los plátanos. Me miró confundido y enseguida trató de repetirlo. Enseguida señaló una piña y me miró curioso. Pineapple,  apple, orange, kiwi dije mientras señalaba diferentes frutas y el iba repitiendo concentrado. Al final sonrió y sacó una minúscula libretita y un bolígrafo y me lo dió. Entendí que quería que le escribiera los nombres en inglés y luego en español, a lo que añadí la pronunciación y un pequeño dibujo de la fruta para que no lo olvidara. Ya había hecho un nuevo amigo.

De regreso en la ciudad, ya sin luz de día, me dijo cerca de mi hotel que si quería conocer donde vivía. Tras su insistencia de que estaba cerca, acepté. Terminé conociendo a su familia, y más tarde, historia que contaré en otro post, temí por mi seguridad mientras me preguntaba si me gustaría casarme con una de sus hijas.

En conclusión, el turista prefiere los momentos en los que se chatea con la familia y/o amigos en el país de residencia, a varios husos horarios de distancia, detrás de la ventanilla de un taxi acondicionado para su comodidad. Pero no se da cuenta de que está eligiendo no vivir miles de experiencias nuevas cuando entra en él.

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La foto son es de un muchacho y su padre jugando Xiangqi, una especie de ajedréz Chino, en Vietnam.