¿Alguna vez ha visto usted que
una montaña humeante de cerdo cocido, tan grande como pueda imaginar, pueda
desaparecer de su vista en menos de 20 minutos, y no precisamente porque se
deseche? Pues es exactamente eso de lo que fui testigo hace unos días cuando
tuve la oportunidad de ir a echar un taco a “El Abanico” en la calle de Francisco J. Clavijero 226, para conmemorar el día
de la madre.
Le diría que cierre los ojos por
un momento mas no podría seguir leyendo. Mejor simplemente imagínese mientras
lee una de esas grandes empresas culinarias al puritito estilo mexicano.
Prácticamente una bodega enorme con poca decoración, mobiliario de hace 20 o 25
años, de metal para aguantar el uso rudo que se le da, varias pantallas planas
en los muros e, indispensable, techos altos que permitan disipar el calor
emitido por tanta gente sufriendo el sudor de la carne y el de las salsas al
mismo tiempo; un batallón de meseros tan numeroso que parecería que hay más de
ellos que comensales, algunos de los cuales aparentemente solo se dedican a
llenar a empacar bolsitas y bolsitas de cilantro con cebolla, como si se
tratara de empleados de Nike en Malasia, igual de rápidos y especializados,
todos corriendo y bromeando tan sincronizados mientras atienden sus mesas y ven
de reojo el futbol.
En este templo dedicado al puerco,
digno de Anthony Bourdain, hay tantas mesas para cuatro personas como pudieran caber,
eso del espacio reglamentado entre sillas, mesas y pasillos les parece una
payasada. Por otro lado una barra casi continua de superficies de acero
calientes: algo así como el altar del santuario en donde una larga, larga fila
de asiduos feligreses se forman durante un buen rato para poder pedir para
llevar unos varios kilos de maciza con cuerito, buche o chamorro y llevar la fe
hasta sus hogares. Tratando de entender el funcionamiento de esta religiosa
sección me doy cuenta que cada pocos minutos aparece una enorme charola con
varias docenas de quesadillitas de sesos, cubetas de salsas y torres de
tortillas calientes, entre rebanadas de árbol y macheteantes brazos. Es en este
momento cuando caigo en cuenta: hay una monumental tina de acero en donde cada
cierto tiempo traen de quien sabe que mágico lugar una gigantesca montaña de
carne y viseras. Delicioso.
Tengo que verlo de cerca, pienso,
y me acerco entre el tumulto de meseros y parroquianos; sin embargo cuando
llego es tarde, la monstruosa pila ha desaparecido: ha sido repartida y
devorada.
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