Quiero contarles
mi pequeña experiencia vendiendo pan de muerto y las sonrisas que esto me
trajo. Cuando comencé con mis clases de cocina, cuando soñaba con entrar en
este mágico mundo, y mucho menos cuando se me ocurrió empezar a vender pan de
muerto, jamás imaginé que me traería tal felicidad y tanto trabajo.
Todo comenzó un
día que dije ¿como puedo empezar a practicar mis recetas? ¿Cómo haré que la
gente pruebe mi comida? ¿Qué parte de la cocina me gusta más? De pronto vino a
mí la fantástica idea de hacer panes de muerto para vender; así nomás, en mi
casa. Es cierto que recordé cuando mi madre y mi segunda madre postiza vendían
galletas y pasteles en una fabriquita repostera a la que me encantaba visitar;
también recordé lo bien que me había quedado mi primer pan de muerto y las
palabras de mi maestro panadero: si a ti te gusta, a la gente le va a gustar.
Fue así que con
miedo y pensando que solo haría unos quince o veinte y que seguro terminaría
vendiéndoselos a mi familia o comiéndomelos yo mismo, me di a la tarea de
repasar mi receta y prepararme para hacer el mejor y único pan de muerto que
hubiera hecho.
El siguiente
paso fue ver donde iba a trabajar. Me di cuenta que en mi casa seguramente
tendría a mi abuela cocinando al mismo tiempo, una pila de trastes encima de mi
masa y que, además el horno es viejito y calienta muy disparejo. Entonces pensé
que necesitaba otra sede y pensé en la casa de mi novia. Lo mejor fue que
cuando se lo propuse se emocionó tanto como yo.
Ya con horno
disponible me eché un clavado en el ático de mi casa, o bueno, el cuarto de
servicio y las cajas donde mi madre guardó las cosas de aquella galletería suya
para ver con cuantas charolas contaba y ese tipo de cosas. Afortunadamente
todavía encontré cinco de esas viejas charolas que aunque oxidadas, fueron
rescatadas del olvido con unas pocas pasadas de lija.
La primera masa
que hice fue pequeña. Quería probar el sabor, el horno, la cantidad de panes que
me saldrían, el tiempo que me tomaba hacerlos, etcétera. Pues que sorpresa que
fueron un asco. Por más que reposó tres horas la masa no subió así que quedaron
apelmazados, pesados y espantosos. Y solo salieron dos. ¡¡¡Que desastre!!! ¿Como
podría lograr hacer 20 si solo horneaba de a dos en dos? Sin mencionar que
estaban crudos en el centro. La verdad fue un momento de tristeza y estuve a
punto de dejarlo todo. Afortunadamente mi novia que es a toda madre me dijo que
hiciera una prueba más, que la dejara reposar toda la noche a ver si subía y
que si eso no funcionaba entonces sí, que ya lo olvidara.
A la mañana
siguiente oh! ¡Sorpresa! La masa estaba al triple de su tamaño. Feliz me puse a
hornear y para mi fortuna quedaron deliciosos. Fue en ese momento, sentado en
el sillón con un vaso de leche y saboreando los primeros panes, esponjosos,
bien humectados, con un intenso sabor a mantequilla y huevo que pensé: esto
estaría de lujo con un poco de nata. ¡Bingo! Vendería unos con nata y a ver que
tal.
La locura llegó
cuando comencé a decir en el trabajo que haría pan para vender, y más aún con
nata. Todo mundo empezó a encargarme de a dos y cuatro; tres con nata y dos
normales decían unos; dos y dos, decían otros. La verdad me empezó a entrar el
nervio. ¿Como haría tantos al día? Total, cuando me dí cuenta que tendría que
hacer muchísimos pensé que mi máximo serían doce tantos, por tiempo, espacio,
charolas y demás. Y así lo hice.
Pues en pocas
palabras, cuando llevé los primeros 50 panes a las 8:30 de la mañana resultó
que en media hora ya no tenía. Fue un momento genial en dondé pensé que quizá
valdría la pena el esfuerzo. Y así fue que terminé haciendo 60 panes diarios
por una semana vendiendo todos antes de ñas diez de la mañana. La verdad lo
mejor de todo fue escuchar a la gente que llegaba diez o me mandaba mensajes
diciendo ¿aún alcanzo un pan? Debe ser algo similar que la alegría que siente
un actor al ver las entradas agotadas. O también cuando la gente decía que
estaban muy caros para ser un pancito con nata y llegaban al día siguiente por
tres más. Fantástico.
Al final aprendí
que es importantísimo dominar mi horno y usarlo cada vez que pueda porque es
como un coche, hay que saber sus trucos y mañas. Que el pan es un alimento que
además de alimentar y satisfacer fácilmente, llega a los corazones de las
personas con mucha mayor facilidad de la que pensé, incluyendo el del cocinero
que lo hace. Sobre todo del cocinero que lo amasa.