17 mayo, 2013

El Santuario del Sr. Puerco



¿Alguna vez ha visto usted que una montaña humeante de cerdo cocido, tan grande como pueda imaginar, pueda desaparecer de su vista en menos de 20 minutos, y no precisamente porque se deseche? Pues es exactamente eso de lo que fui testigo hace unos días cuando tuve la oportunidad de ir a echar un taco a “El Abanico” en la calle de Francisco J. Clavijero 226, para conmemorar el día de la madre.
Le diría que cierre los ojos por un momento mas no podría seguir leyendo. Mejor simplemente imagínese mientras lee una de esas grandes empresas culinarias al puritito estilo mexicano. Prácticamente una bodega enorme con poca decoración, mobiliario de hace 20 o 25 años, de metal para aguantar el uso rudo que se le da, varias pantallas planas en los muros e, indispensable, techos altos que permitan disipar el calor emitido por tanta gente sufriendo el sudor de la carne y el de las salsas al mismo tiempo; un batallón de meseros tan numeroso que parecería que hay más de ellos que comensales, algunos de los cuales aparentemente solo se dedican a llenar a empacar bolsitas y bolsitas de cilantro con cebolla, como si se tratara de empleados de Nike en Malasia, igual de rápidos y especializados, todos corriendo y bromeando tan sincronizados mientras atienden sus mesas y ven de reojo el futbol.
En este templo dedicado al puerco, digno de Anthony Bourdain, hay tantas mesas para cuatro personas como pudieran caber, eso del espacio reglamentado entre sillas, mesas y pasillos les parece una payasada. Por otro lado una barra casi continua de superficies de acero calientes: algo así como el altar del santuario en donde una larga, larga fila de asiduos feligreses se forman durante un buen rato para poder pedir para llevar unos varios kilos de maciza con cuerito, buche o chamorro y llevar la fe hasta sus hogares. Tratando de entender el funcionamiento de esta religiosa sección me doy cuenta que cada pocos minutos aparece una enorme charola con varias docenas de quesadillitas de sesos, cubetas de salsas y torres de tortillas calientes, entre rebanadas de árbol y macheteantes brazos. Es en este momento cuando caigo en cuenta: hay una monumental tina de acero en donde cada cierto tiempo traen de quien sabe que mágico lugar una gigantesca montaña de carne y viseras. Delicioso.
Tengo que verlo de cerca, pienso, y me acerco entre el tumulto de meseros y parroquianos; sin embargo cuando llego es tarde, la monstruosa pila ha desaparecido: ha sido repartida y devorada. 

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