30 mayo, 2015

La vida artificial



Suena una especie de campana a lo lejos, entre mis sueños. Logro abrir un ojo a medias y lampareado por la luz de la pantalla logro ver que es el despertador de mi teléfono. Son las 6:40. No se cómo pero logro levantarme para ir, medio zombie, a prender el calentador. Vuelvo a la cama todavía con menos conciencia. Intento volver a dormir pero al parecer apenas cierro los ojos las campanas vuelven a sonar, y yo las dejo. Vuelvo a ver la pantalla y mágicamente ya son las 6:54. Me digo a mi mismo que aun hay tiempo, un snooze... o dos más. Por tercera vez, apenas mi cabeza toca la almohada suenan las campanas. Quizá sea momento de ir despertando.

Sin abrir los ojos me levanto y me dirijo hacia el baño. Todavía no he logrado abrir muy bien ambos ojos al mismo tiempo. Ni poner mucha atención a lo que estoy haciendo. Al terminar, envuelto en una bata verde, encuentro la estufa y pongo agua para el café. Regreso a la habitación, me siento en la cama que no he hecho y trato de enfocar mi atención en el asunto más inmediato a resolver: que ropa usaré. Me decido por los mismos jeans de siempre, una camisa cómoda y  unas botas, siempre mis botas.



La tetera empieza a silbar y es la señal de que es momento de apurarse. En la cocina, muelo un poco de café y preparo una cafetera francesa para dos tazas. Me enfoco en la segunda decisión del día: que desayunaré. Me decido, normalmente, por un plato de avena con leche, plátano, arándanos y miel maple. Natural y real, no de esas cochinadas del supermercado. Tuesto un pan, le unto mantequilla y espolvoreo azúcar. Recuerdo que dicen que el desayuno es el alimento más importante del día. Además si no desayuno bien me dará hambre en el trabajo y no hay que comer comida chatarra. Hay que evitar el gasto hormiga.

Sentado frente a la mesa, con un enorme plato de avena, la radio sonando medio mal sintonizada a la distancia ¿En qué momento prendí la radio? El café, tomo café. La taza grande, con una cucharada pequeña de azúcar y un chorrito de leche. Siempre igual. Poco a poco he ido abriendo los ojos con mayor normalidad, aunque mi concentración sigue sin echarse a andar del todo. La lista de pendientes comienza a aparecer en mi memoria, difusa pero con intención de quedarse.

Termino la avena y el café. Llevo los platos al fregadero y pienso que los lavaré por la tarde. No hay que perder el tiempo ahorita, es mejor llegar temprano al trabajo y así salir antes. Me asomo a la ventana para corroborar el estado del clima. En efecto, debo llevar un suéter ligero, no demasiado grueso porque luego nada más lo ando cargando. Es más, decido no llevar nada porque siempre termino quitándomelo en cuanto llego a la oficina. Reviso con detalle que todo esté dentro de mi morral: libreta, plumas, dinero, llaves, aerosol para el asma. Todo está ahí. Empaco la computadora en su maletín asegurándome de empacar el cable de corriente y el disco duro sino como voy a trabajar. Finalmente salgo a la calle y echo llave a las tres cerraduras de la puerta del departamento, a pesar de que el edificio tiene dos puertas más entre mi departamento y la calle. Doy dos vueltas a cada una de las chapas, como indica el documento pegado en el corcho del pasillo.


La calle. Me enfrento a la tercera decisión del día: que ruta tomar hacia el trabajo. Lo más sencillo sería cruzar la avenida y esperar el microbus destartalado que siempre viene a alta velocidad. Por cuatro diplomáticos pesos me lleva a una cuadra del trabajo. Quizá el día de hoy tenga suerte y encuentre un lugar no demasiado apretado y pueda leer un poco. Eso, si las cumbias no van a todo volumen o el conductor conduce tan mal que la concentración es difícil de mantener frente al sentido de alerta. Por esta ruta me tomaría unos veinte minutos llegar al trabajo, máximo. Me cubro del sol que me da directo en la cara a la sombra de una palmera del camellón, y pienso que debería intentar hacer más ejercicio. He ganado peso desde el último viaje y no veo la manera de perderlo.

Llevo dos cuadras caminado. Me decidí por la bicicleta pública. En esta ruta voy a hacer 30 minutos, incluyendo las caminatas a paso veloz antes y después de las mencionadas bicis. Y hago énfasis en las caminatas a paso veloz porque son saludables, ¿cierto?

Tomo la bici, reviso que todas las funciones estén en orden y acomodo mis cosas en la canastilla: la computadora en su maletín y el morral de piel con mis cosas. Hago una anotación mental de la hora y avanzo hacia el incesante, voraz e imponente flujo de vehículos. Todos grandes, ruidosos y con muchos asientos vacíos, de hecho todos menos uno. Mientras pedaleo veo gente solitaria en su automóvil, siempre con una expresión de enojo, de prisa y algunos hasta de frustración. No falta quien incluso vaya gritando a quien se atreva a interponerse entre él y su destino. Todos solos en su auto. Voy avanzando a una velocidad media sorteando baches, coladeras desniveladas, autos estacionados en donde no deben, peatones distraídos y claro, los mismos microbuses destartalados que pensé en tomar unos minutos atrás. Procuro mantener mi distancia porque nunca se sabe cuál será su siguiente movimiento.



De una forma u otra el recorrido en bicicleta me anima y me hace sonreír. Me revive un poco más que la taza grande de café del desayuno y me hace pensar que fue una buena decisión tomar esta ruta. con un poco de suerte ésto pueda llegar a ser permanente, incluso podría llegar a ser el high light del día.

Cuando llego a la oficina, firmo en la lista de asistencia y me dirijo hacia mi lugar. Me siento alegre, algo cansado por la pedaleada pero con buen ánimo. Cuando por fin llego, ahí está, esperándome mi silla de siempre. También el mismo escritorio, la misma taza con plumas y lápices, el mismo paquete de post-its que abrí hace poco. Echo una mirada a la lista de pendientes que dejé ayer mientras en el fondo solamente pienso en ir por otro café.

De pronto me detengo. Ahí está de nuevo ese pensamiento fugaz que me ha perseguido por los últimos meses y que me asalta por sorpresa como ninja: ¿Qué estoy haciendo aquí? Sin saber que responderme, trato de olvidar la pregunta y ponerme a trabajar, pero ésta vuelve una y otra vez. ¿qué hago aquí? Sé que me llevará a la misma respuesta de siempre: no lo sé.

Me digo a mí mismo que debe haber otra forma, éste no puede ser el único camino posible. Levantarse, desayunar. ir a trabajar. salir, volver a la casa, preparar la comida, seguir trabajando. Esto no puede ser la vida real de la que los filósofos hablaban. ¿Qué estoy haciendo aquí encerrado en una oficina, apretado con otros seres humanos como tenedores en un cajón? ¿Qué estamos haciendo aquí, todos acalorados, clavados un en mundo que no es ese donde crecen árboles sino correos por leer?

Vivimos en el estómago de un monstruo gigante con mil brazos que llamamos metrópolis, que a su vez vive en una burbuja de color gris cemento, opaca y oscura que nos mantiene separados del resto del mundo, no nos deja ver más allá de nuestras narices. Y al vivir aquí, en una especie de vida artificial creada por nosotros mismos, no nos damos cuenta que estamos matando lenta y cruelmente aquello que nos hace más humanos: la capacidad de asombrarnos, de aprender de otras culturas, de adaptarnos y de reírnos de nosotros mismos. Vivimos huyendo de nosotros mismos, viviendo vidas ajenas, con decisiones de otros, gustos de alguien más, sueños de quien sabe quien. La  falta de identidad es la nueva identidad. 

No puede ser, debe haber otro camino.

***

La primera fotografía es un edificio en Darjeeling, al norte de India. Se puede ver que la gente vive en espacios pequeños, muchas familias en un mismo edificio pequeño.

La segunda fotografía es de los cargadores en el mercado de especias de la Vieja Delhi. Ahí todos, incluyendo a los mismos vendedores sufren de una tos interminable provocada por los mismos productos que venden todos los días.

En la tercera fotografía se pueden ver mujeres cargando más de 12 kilos de leña en Lukla, al norte de Nepal, trabajo que deben realizar varias veces al día, diariamente para poder cocinar, bañarse y mantener el calor de sus hogares.

En la última fotografía se puede ver el incesante y monstruoso caos de motociclistas, peatones, rickshaws y vehículos que sucede todos los días en las calles de la Vieja Delhi. 


No hay comentarios.:

Publicar un comentario