15 mayo, 2017

Un domingo de 40 horas (parte 1)

Nueve de la noche. Salí de mi hostal y, habiéndome dado el último baño en las quien sabe cuantas horas siguientes, tomé el primer medio de transporte que representaría el largo regreso a casa: un taxi moto que de taxi solo tenía el nombre. Una precaria motocicleta en donde todavía no entiendo como no salí volando al primer bache si se toma en cuenta que cargaba a mi espalda mi pesada mochila de 17 kilos, más otra pequeña mochila mientras trataba ingenuamente de mantenerme sujeto a alguna parte de la veloz motocicleta. Lo que no sabía al iniciar el trayecto era que aquel hombre resultaría ser el peor moto conductor saigonés quien, sin pensarlo ni un momento, se pasaba los semáforos en rojo esquivando hábilmente, hay que reconocer, todo tipo de obstáculos, desde autos hasta oficiales de tránsito. Afortunadamente sin percances, este buen hombre me llevaría al aeropuerto de la ahora llamada ciudad Ho Chi Minh, antaño Saigón. Mi vuelo, cosa ya sabida y planificada, me permitiría abordar hasta las dos de la mañana así que, con tiempo de sobra, busqué la banca más apartada y tranquila de la terminal y me dediqué a prepararme para todas las revisiones, aduanas, transbordos y horas de espera que tenía adelante. Ropa limpia, reacomodo completo de mochilas, ordenamiento de lecturas y cómoda siesta incluidas. 



El segundo tramo del viaje, siendo el primero los 15 tortuosos minutos en el moto taxi, me tomaría alrededor de 4 horas y media para llegar a uno de los múltiples aeropuertos de la ciudad de Shanghai, en el este de China. El vuelo se llevó con éxito en medio de una turbulentísima noche en donde no logré pegar ojo más de 30 minutos continuos, en parte por los violentos saltos del avión como por las esmeradas muestras de atención del siempre atento azafato hacia los pasajeros cada que la luz de abrocharse los cinturones era encendida. Para este momento, todavía no empezaba a sentir los estragos de lo que más tarde bautizaría como mi primera experiencia de salto espacio-temporal. Jet lag severo, para los incautos, después de atravesar doce husos horarios. La alimentación hasta el momento: un buen plato de Pho de res (deliciosa sopa de fideos vietnamita) en el aeropuerto de Saigón, previo al vuelo, que nada tuvo que ver con el desabrido y poco sustancioso plato de "fideos" con pollo del avión. Y digo "fideos" porque a esas horas y a esa altura aquello se asemejaba más a un budín que a unos fideos, aunque igual fue devorado.

Aeropuerto de Pudong, en Shanghai. Espera de cinco horas y media para el siguiente vuelo con destino a la ciudad de Los Angeles. Para mi fortuna ya había estado en ese aeropuerto en el viaje de ida hacia Vietnam y, de nuevo hombre previsor, había tomado nota de la tienda más "economica" del lugar y, lo más importante, fuente de alimento a precios razonables. "A donde vayas, haz lo que vieres" es uno de los lemas de viajes más acertados que hay, así que en mi estancia anterior me había dado a la tarea de observar desde una distancia prudente, para evitar incomodidades en tierras extranjeras, a los pasajeros que tenían pinta de locales con el propósito de entender sus costumbres culinarias al interior de tan concurrido, pero poco amigable con el viajero de bajo presupuesto, recinto. Así, dí con la sorpresiva máquina proveedora de agua tibia o caliente, que no fría (¿?), a disposición de todos en donde lo común era prepararse sopas instantáneas que se vendían en la ya mencionada tienda. Todo un descubrimiento. Lástima por la elección de sopas extrapicantes que hice,  una para comer en el momento y otra para llevar, a pesar de la consulta con la señorita del mostrador. "Las de color rojo son picantes" dijo ella, lo malo era que todas eran del mismo color: rojo.


Habiendo sobrevivido a los quince peores minutos que mi lengua había sentido en las últimas semanas, y los consecuentes retortijones que vinieron después, me acomodé nuevamente en un rincón de mi sala de espera para la respectiva siesta pre vuelo. La prioridad: colocar mi humanidad en sentido horizontal el mayor tiempo posible en prevención de la siguiente etapa del viaje: un trayecto aéreo de 12 horas.

***

La primera fotografía es de uno de tantos aeropuertos. Me gusta ver la siempre agitada actividad que se lleva a cabo en los aeropuertos. Por esta fotografía tan calmada me pareció un instante de quietud.

La segundo soy yo en la espera del aeropuerto de Shanghai. Nótese la viajante china de fondo, haciendo photo-bombing. 



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